Las «paradojas» del PNUD en Guatemala: Una aproximación inicial
Marco Fonseca
Es imposible hoy hacer una análisis serio y profundo del desarrollo y sus problemas sin hacer un estudio sistemático del extractivismo con las categorías que nos ofrece la economía política crítica y con los insumos de la investigación alternativa. Hacerlo o no hacerlo es una indicación no solo de cuestiones metodológicas y teóricas sino también de presupuestos ideológicos e inclinaciones políticas. El hecho de que el INDH 2016 le da cobertura central a las industrias extractivas no significa, sin embargo, que el informe esté guiado por una lógica teórica o ideológica anti-extractivista. De hecho, lo que podemos encontrar es un notable esfuerzo por recopilar información de varias fuentes, incluso podría decirse «cooptar» información de varias fuentes, para luego, y ahí está el problema, tejerla de un modo ideológico injustificado. De lo contrario el reporte no sugeriría, desde el principio, que «la dinámica de las protestas sociales ha incorporado ostensiblemente el rechazo a proyectos de industrias extractivas» (p. 13, énfasis agregado). ¿Ostensiblemente? Al contrario, dichas luchas sociales así como las consultas comunitarias han sido rotundamente explícitas en su rechazo.
En el INDH 2016 del PNUD se habla de los conflictos por minería, disputas en territorios por hidroeléctricas, conflictos en torno a la caña de azúcar y palma africana e incluso del neoliberalismo y los agronegocios como centro de la cuestión agraria». También se reconoce que «La dinámica de las protestas sociales ha incorporado ostensiblemente el rechazo a proyectos de industrias extractivas, particularmente de minería metálica y de generación de energía hidroeléctrica, imbricadas en la mayoría de casos, con contiendas te- rritoriales de larga data» (p. 13); se habla de «el enorme impacto en las fuentes hídricas por el uso desmesurado de agua por parte de las industrias extractivas» (p. 39); y se reconoce, correctamente, que «por la exclusión de las grandes mayorías de la población en la definición del horizonte de vida y bienestar deseado a nivel de país, la injerencia en los espacios de vida de la gente es, en sí mismo, un hecho violento» (p. 160). Pero al mismo tiempo que el INDH busca criticar correctamente la estigmatización de la protesta social «concebida negativamente como algo que propicia el desorden, la anomia y, por tanto, no es deseable ni beneficiosa para una sociedad», también busca vincular dicha protesta social con demandas por corregir «una institucionalidad estatal insuficiente para el cumplimiento de su principal función, que consiste en garantizar el bien común» (p. 162). Y el Estado tiene que responder a estas demandas, así como a las demandas de la industria extractiva misma, pues tiene la obligación de proveer para el «bien común» tal y como se lo define en la Constitución del 85. En otras palabras, ese «bien común» del que podemos leer en todo el reporte no es solo el bien de los/as de abajo, de los/s que protestan, de las mayorías sociales más pobres sino que también de los empresarios, incluso las mineras y los azucareros, quienes reciben también su espacio en el informe, un espacio que articula su demanda por un gobierno que asuma «una posición clara, reguladora y mediadora» para «reducir la conflictividad» (p. 220). ¿Acaso no han sido los gobiernos de los últimos quince años o más perfectamente claros en sus políticas pro-extractivistas? ¿Acaso no es una posición fuerte a favor de la inversión y el capital lo que buscan estos negociantes del «bien común»? La gente ha hablado con claridad y han dicho NO al extractivismo. El INDH parece ponerlo en duda.
El tratamiento de las mujeres viene a ser relevante aquí. Se reconoce – dentro de un marco de feminismo liberal – que «la desigualdad entre hombres y mujeres cruza los hogares y se produce en dimensiones específicas por ejemplo en cuanto a la violencia, el acceso a la salud reproductiva y la participación en las actividades económicas», que en el país «cuatro de cada 10 mujeres han sido víctimas de algún tipo de violencia por parte de sus parejas o exparejas» (p. 22), y que las «mujeres se emplean de manera más precaria debido a que sus ocupaciones usualmente son consideradas como «ayuda», y por lo mismo sus responsabilidades como «amas de casa» no disminuyen». Para las mujeres cónyuges esto significa que «trabajaban cuatro veces más que los hombres en las labores domésticas, sin importar si tenían otra ocupación remunerada». Pero el INDH no habla de liberar a la mujeres del yugo patriarcal (palabras que no se mencionan en el reporte) sino de dignificarlas – he ahí su orientación y límite liberal – con trabajo individual y oportunidades de educación para permitirles no solo salir de un hogar autoritario sino también para darles las capacidades necesarias para expresar sus opiniones y decidir «el número y la frecuencia de hijos por tener» (p. 59). Como lo pone el INDH:
«En el plano individual, las mujeres que disponen de un empleo pueden tener mayor independencia, establecer relaciones sociales valiosas y tener más oportunidades de cumplir sus aspiraciones, las cuales trascienden el ámbito del hogar» (p. 60).
La lucha de mujeres, la lucha feminista, la lucha contra el patriarcado no se reduce a reclamos por más derechos individuales o por un acceso al consumo, al mercado o a los empleos igual que los hombres (todas metas importantes, por supuesto) sino que está, más fundamentalmente, vinculada a una lucha más amplia contra estructuras sociales, económicas y políticas que reproducen la opresión y exclusión de mujeres en formas cada vez más complejas y hegemónicas. De ahí que las luchas contra el patriarcado están vinculadas a las luchas contra el extractivismo, el neoliberalismo, el autoritarismo (desde la comunidad hasta el Estado) y, por supuesto, la ideología de la competitividad (una ideología fundamentalmente masculinista) que rige la globalización neoliberal.
El INDH busca sin embargo enmarcar la protesta generalizada en torno al extractivismo, las luchas contra la explotación y exclusión de las mujeres, las luchas por el territorio y la soberanía alimentaria, las luchas en resistencia a la destrucción ambiental y al cambio climático, las luchas de resistencia contra la globalización neoliberal, dentro de la más manejable categoría político-económica de la «conflictividad social» y la «gobernabilidad» como instrumentos pragmáticos para mapear escenarios políticos en el presente y el futuro y modelar el proceso de «desarrollo sostenible» con «bienestar». Se trata, sin embargo, de luchas que aunque tengan su carácter circunscrito y sus dimensiones propias son también, dialécticamente, contingentes, son de forma fundamental luchas de clases históricas, acérrimas, muy agrias y muy jacobinas, inagotables e inexplicables por los simples conceptos de «contestación», «contienda» o ejercitación de la «capacidad de agencia» (p. 8). La categoría de «conflictividad social», explicada a partir de «la contienda» entre «el Estado, las empresas y la sociedad» como actores de la misma (p. 244), en la que descansa la noción de lucha social en el informe es esencialmente una categoría problemática, reducible a la intervención de un Estado por encima de la misma, tal y como una vez lo fue la categoría de la «ingobernabilidad» que se manejó más ampliamente en los 80s-90s. Esa categoría de «ingobernabilidad» también se reflejó en los reportes tempranos del PNUD y hoy retorna una vez más en el «Proyecto de Análisis Político y Escenarios Prospectivos –PAPEP – del PNUD» (ver http://tinyurl.com/h8c5s5g). Este discurso está articulado en Guatemala por gente como Catalina Soberanis, una política sempiterna de la Democracia Cristiana y hoy Coordinadora de la Unidad de Análisis Estratégico de PNUD, quien como otra gente emplea esa categoría para expresar la idea de que los «Estados son actores centrales en los juegos de poder y de conflicto, pero no son fuertes para gestionarlos y resolverlos con un sentido de cohesión social ni democracia» (p. 163). Este tipo de discurso es hoy ampliamente aceptado como algo factual por algunos analistas en Guatemala y como marco referencial para «la prospectiva política estratégica y la construcción de escenarios». Y este discurso está ahora una vez más relegitimado analíticamente como parte integral del INDH 2016 (p. 163). Como lo afirma el informe mismo, citando una fuente muy problemática:
«Según la Organización de Estados Americanos –OEA–, «un ambiente de gobernabilidad implica necesariamente una sólida estabilidad institucional y política, a la vez que se demuestra un alto grado de efectividad y transparencia en la toma de decisiones y en la administración pública». Se afirma además que: «Sólo existe gobernabilidad en la medida que existe un vínculo entre las demandas sociales y las políticas de gobierno» (p. 162).
La disyuntiva que existe en el modelaje de los «escenarios de gobernabilidad» en la incierta coyuntura presente de la restauración conservadora Guatemala es, como lo pone Soberanis y como se refleja en el INDH, entre reformismo y Refundación, ésta última concebida – y siempre presente precisamente por su conspicua ausencia – como «un riesgo» de exceso democrático, incremento de la «conflictividad» y más «ingobernabilidad» (ver http://tinyurl.com/h8c5s5g). Aunque el INDH habla, en varias ocasiones, de las «relaciones de poder» (en un sentido que a veces coquetea con lo posmoderno, es decir, con la noción de relaciones de poder en torno a micro-luchas, luchas por la identidad, luchas por territorio, luchas en torno a capacidad de emitir voz y voto), no está hablando de luchas de clase, de luchas antagónicas o de luchas refundacionales sino, más bien, luchas por «una «agencia colectiva» que implica la capacidad de asociarse entre la gente para alcanzar los objetivos de transformación de su realidad «en pos del bienestar en medio de contextos desiguales» (p. 77). No son, pues, luchas para transformar la realidad como un todo o refundar el Estado sino solo «su realidad» específica y circunscrita, la realidad concreta de cada grupo, asociación, comunidad, etnia o región, pero no la realidad del Estado neoliberal o del capitalismo extractivista y globalizador como un todo. Son luchas entendidas en el sentido de Robert Putnam, es decir, luchas por lograr un asociacionalismo (versión similar a la de una sociedad civil) que sirva, como lo demandan los teóricos de la «buena sociedad civil», de cimiento al Estado. Y, ante las luchas de este tipo, como las Consultas Comunitarias, el papel del Estado es el de ser un Estado ético, en el sentido de Gramsci, es decir, estar por encima de intereses particulares incluyendo los intereses comunales. Es así como el Estado debe asumir su «papel fundamental» para poder «dar legitimidad a unas demandas sobre las otras, propiciar o impedir la resolución de las disputas» (p. 138), es decir, mediar entre mineras y comunidades, azucareros y campesinos, palmeras y comunidades afectadas por el desvío de ríos, petroleras y ambientalistas que luchan por la defensa de bosques y lagunas, legitimando unas demandas sobre otras, dependiendo quizás no de la verdad, la justicia o la equidad misma sino del balance en las «relaciones de poder». Según este diagnóstico, y usando el caso de comunidades indígenas como ejemplo, el INDH afirma (citando a James Anaya):
«Guatemala atraviesa actualmente un clima de alta inestabilidad y conflictividad social en relación con las actividades empresariales en los territorios tradicionales de los pueblos indígenas, que tiene serios impactos sobre los derechos de los pueblos indígenas y pone en riesgo la gobernabilidad y desarrollo económico del país» (p. 162).
Ahí está el detalle: las actividades empresariales tienen «serios impactos» sobre los derechos de los pueblos indígenas, pero el informe no dice quién tiene la razón, quién tiene la verdad, quién tiene la justicia de su lado; la «conflictividad» pone «en riesgo la gobernabilidad y el desarrollo económico del país», pero el informe solo afirma que la debilidad del Estado no ayuda en resolver la misma. La gran oportunidad que significaron los Acuerdos de Paz para «la conciliación nacional en el clima sin guerra [entre] las principales fuerzas políticas, […] las organizaciones empresariales y […] la sociedad civil» (p. 93) se perdió y fue eso lo que dio lugar a la «debilidad del Estado posconflicto» como «marco de conflictos sociales». Ante esto, el papel fundamental de un Estado fuerte, bien institucionalizado y «pluralista» (en donde tanto azucareros como campesinos, empresarios como sociedad civil, se sienten escuchados y «mediados») debe ser ayudar a dirimir las disputas que surgen de las transformaciones profundas en la economía política nacional que escapan a su control. Por tanto, no hay en el INDH una sola consideración conceptual sistemática sobre lo que economistas reconocidos como Bertola y Ocampo llaman la «reprimarización» de ecocomías periféricas como extension violenta de la frontera agrícola en la globalización neoliberal y fuera del control fundamental del Estado, más allá de legitimarlo y permitir su expansion con o sin consenso, como es el caso de Guatemala. Sí hay una reflexion que toca este proceso y que lo vincula con la globalización, pero no hay desarrollo. Primero:
«La inserción reciente en el modelo de desarrollo mundial se ha dado bajo la continuidad de la comercialización de materias primas de bajo valor agregado. Guatemala se ha ido insertando en la nueva economía mundial por medio de la producción de commodities, cuyo auge está llegando a su fin en América Latina, región que se vio especialmente favorecida. Lo que implica es que el país sustenta el énfasis de su desarrollo y de sus políticas de atracción de inversión (nacional o extranjera) en estos productos que dependen exclusivamente de mano de obra de baja calificación» (p. 38).
Segundo:
«Ha habido transformaciones al modelo, aunque de fondo lo que se evidencia es la re- concentración de la riqueza y la sobreexplotación de los bienes naturales por medio de industrias de tipo extractivo y megaplantaciones, así como un impulso de las maquilas de manera sostenida. Esto abrió la posibilidad para que los nuevos actores globales tuvieran facilidades para insertarse en las economías locales, y lo hicieron por medios diversos, desde la producción y comercialización masiva de productos, las telecomunicaciones, la inversión en generación y transporte de energía eléctrica, la extracción de recursos minerales, la utilización del agua, etc.» (p. 38-39).
Tercero:
«Se observan cambios importantes en la comercialización de bienes naturales y el aumento de la explotación agrícola intensiva en capital. Esto, mediante influencias en el Estado como impulsor de las mismas, ha llevado a la intensificación de los intereses sobre viejos y «nuevos» territorios, muchos de ellos históricamente reservados, en el caso de Guatemala, a la concentración de mano de obra para las fincas cafetaleras, algodoneras y azucareras.» (p. 39).
Cuarto:
«Cada uno de los ejes del modelo actual tiene un impacto directo sobre los territorios y las formas de vida de la población, principalmente de las áreas rurales del país. El impacto sobre los territorios está fuertemente relacionado no sólo con la apropiación de tierras comunitarias, sino también con la falta de información, consulta previa y la participación (o muchas veces la no-participación) de la institucionalidad estatal en la elaboración y aprobación opaca de Estudios de Impacto Ambiental, la concesión de licencias sin agotar correctamente todos los trámites definidos por la ley, o la existencia de leyes no consensuadas socialmente y hechas a la medida de algunos sectores, para la explotación de minerales, la generación de energía o la disponibilidad de fuerza de trabajo con salarios diferenciados, menores al salario mínimo. Debe mencionarse también el enorme impacto en las fuentes hídricas por el uso desmesurado de agua por parte de las industrias extractivas.» (p. 39).
Sin embargo, no hay profundización conceptual, ya no digamos histórica o ideológica, en la discusión en torno al Estado neoliberal (concepto que no se menciona para nada en el INDH, hablando en lugar de «Estado monista») que ha hecho posible o facilitado todo este proceso. En todo caso no se trata del extractivismo en sí mismo sino de una institucionalidad estatal débil, de falta de leyes consensuadas (asumiendo, con ello, que el extractivismo se puede y se debe consensuar tal y como es el caso de la explotación de la fuerza de trabajo y la alienación social y cultural en general), falta de claridad, falta de información, o falta de «participación de la institucionalidad estatal en la elaboración y aprobación opaca de Estudios de Impacto Ambiental». El concepto de «reprimarización», a diferencia de etapas históricas pasadas (1870s-1920s) y en la etapa histórica presente (era de loa globalización neoliberal), apunta hacia una lógica interna al Estado neoliberal transnacionalizado que está fuera de toda negociación democrática domestica o del control de la soberanía popular (ese el punto de los TLCs y del Plan Alianza para la Prosperidad) y que, más allá del rechazo claro y concreto al extractivismo, también ha sido rechazado por la mayorías sociales. El informe reconoce que, por ejemplo, «las dinámicas de concentración de tierras, con una «nueva oleada» que inicia alrededor de 2004, estimulada por los mercados globales, apoyada por el Estado a través de sus políticas públicas y los convenios comerciales internacionales suscritos por éste, así como favorecida por el sistema financiero internacional» (p. 197), pero se queda corto en términos de conceptualizar los cambios que todo esto ha implicado en la estructura interna del Estado. Hablar de un Estado neoliberal y de cómo el mismo, por su estructura constitucional interna, le ha abierto las puertas al extractivismo y la reprimarización del modelo de acumulación agro-exportador apuntaría hacia una lógica globalizadora que está fuera del control del Estado constitucional sin importar cuestiones de claridad, fortaleza o participación institucional en el mismo o del mismo. Hablar de esto cambiaría el proyecto político del PNUD y sus simpatizantes o seguidores/as. Esta ausencia conceptual es, pues, una ausencia que revela mucho más sobre los presupuestos teóricos e ideológicos del INDH que la presencia de las consideraciones sobre el vínculo entre extractivismo y globalización arriba citados.
El tratamiento que el INDH 2016 le da al cambio climático es igualmente minimalista y problemático. Sí se habla de «la lucha contra factores que generan incertidumbre o vulnerabilidad – como la pobreza, la desigualdad y el cambio climático» y cómo dicha «lucha» debe ser prioritaria (entiéndase por ello políticas públicas) (p. 65); se habla de los riesgos que el cambio climático impone al cultivo de la caña de azúcar (dedicado, sin duda, a los azucareros) (p. 203); se habla del desafío que éste fenómeno global implica para la «megadiversidad» de Guatemala (tal vez dedicado al turismo) (p. 238 y 272); y se habla, también, de cómo el cambio climático junto a la pobreza, la desigualdad y la injusticia son «problemáticas que se constituyen actualmente en algunas de las raíces de la conflictividad» (concepto que sustituye a la lucha de clases en torno a «lo común») y cómo los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) (discurso oficial de la ONU) «proporcionan pautas de horizonte y acción, pues se plantean como parte de un movimiento global por transformar las actuales condiciones de desigualdad y miseria en el mundo» (p. 273). Pero ahí se queda la discusión de lo que es, en realidad, el desafío más grande de la humanidad en el siglo presente y lo que incluso el «Informe Stern sobre la economía del cambio climático» llama la «más grande falla del mercado que el mundo ha visto». No hay, pues, ningún esfuerzo conceptual por desarrollar una concepción de lo que Franz Hinkelammert y Henry Mora Jiménez llaman una «economía para la vida».
La ausencia de discusiones más profundas en torno al extractivismo o el cambio climático, ya no digamos el patriarcado y la violencia de género, y su vinculación mutua con la globalización neoliberal, no se explica solo por hacer que el reporte sea más accesible para el público general de Guatemala. Se explica, más bien, por las audiencias clave a las que está dirigido y, de manera más seria, por sus presupuestos ideológicos. En cuanto a las ausencias, se trata de algo muy conspicuo por cuanto que dichas temáticas ya ha sido parte de discusiones entre gente de la ONU misma aunque en otros países de Latinoamérica como Chile. Ahí sí han expresado interés y preocupación por el fenómeno sistemático del extractivismo junto al cambio climático en el contexto del del Estado neoliberal y dinamizado y hasta cierto punto dirigido por el capitalismo globalizador. De considerarse las cuestiones del extractivsimo bajo esa lupa conceptual, como sí lo hacen por ejemplo Antonio Rodríguez-Carmona y Elena De Luis Romero en su estudio titulado «Una investigación del impacto de Hidro Santa Cruz y Renace en los derechos humanos de pueblos indígenas» (2016), los resultados y las conclusiones a que llega el INDH 2016 serían diamétricamente opuestas. Ni siquiera se plantearía la sugerencia de que «hace falta una discusión a nivel nacional sobre el desarrollo que se espera generar por medio de la extracción minera, sus costos económicos, sociales y ambientales» (p. 222), pues dicha discusión y posible extracción estaría simplemente supeditada a la soberanía popular y, de hecho, tendría que reflejar el NO ya emitido desde abajo para el extractivismo y la reprimarizacion del modelo de acumulación desposeedor existente. A partir de una óptica diferente, sistemática y consecuente con los reclamos y demandas de las mayorías sociales, en particular los movimientos indígenas, campesino y de mujeres, también habría que abandonar por completo la noción común de «desarrollo sostenible» como supuesta alternativa a un extractivismo no consensuado, como si en el fondo no fuera capitalismo corporativo «verde». También habría que abandonar la noción simplista de «bienestar social» o de la «equidad» que maneja el INDH como alternativa a los efectos más oprobiosos del extractivismo y la exclusion social más general como si no fueran formas de reproducción de la dominación pero con consentimiento ampliado. Habría que abandonar ideas de algo así como un extractivismo «equitativo» y «justo», un extractivismo producto del «consenso» y la «discusión a nivel nacional», sobre todo si se lo concibe dentro del marco de la globalización neoliberal. Claro, el reporte del PNUD toca la cuestión candente de la «equidad» en el desarrollo y utiliza el enfoque de las capacidades de Martha Nussbaum para hacerlo (p. 53), pero lo hace sin explicar los presupuestos ideológicos de dichos enfoques o de los autores detrás de los mismos como Nussbaum o como Rawls (p. 8, n. 13).
El INDH 2016 del PNUD no contiene, pues, un análisis del extractivismo o el cambio climático con las herramientas que nos provee una economía política crítica o con los insumos ideológicos de abajo, de las mayorías sociales, de los saberes indígenas, de las mujeres, a pesar de referirse al trabajo de reconocidos críticos del mismo como Gudynas y Acosta (p. 48). Caso ejemplar de esto es cuando presentan situaciones como las que se dan en Alta Verapaz «donde operan más hidroeléctricas y en donde más habitantes (más del 60%) carecen del servicio en su vivienda» (p. 13). Este y otros casos ilustran lo que el informe llama «la paradoja de un país rico, cuyos habitantes tienen hambre» (Recuadro 7.2, p. 185). Pero esa es solo la apariencia del extractivismo que en los ideales liberales de la inversion extranjera «debería» dejar beneficios concretos en los lugares donde opera. En el fondo, sin embargo, de lo que estamos hablando es del despliegue sistemático de un modelo económico excluyente por diseño tanto económico como constitucional. La falla total en conceptualizar las consecuencias anti-democráticas del TLC con EE.UU. (se lo menciona solamente de modo casual y como parte de «los mecanismos hacia una economía globalizada a través del Plan Puebla Panamá, suscrito en junio de 2001 (a partir del 2008 es denominado «Proyecto de Integración y Desarrollo de Mesoamérica»); la suscripción en 2006 del Tratado de Libre Comercio entre República Dominicana, Centroamérica, y Estados Unidos (TLC RD-CAUSA), y por último la aprobación del Tratado de Integración con la Unión Europea» (pp. 191-192).
El informe habla de cómo «La trayectoria des-democratizadora ha facilitado la promoción del crecimiento económico de forma irresponsable, desordenada y opaca, lo que, además de resultar en escasos logros en la reducción de la pobreza, ha afectado los espacios de vida de muchas comunidades, algunas ya empobrecidas por el despojo histórico de sus medios de vida, íntimamente relacionados con la naturaleza» (p. x), habla de cómo a pesar de que «el índice de desarrollo humano se incrementó en un 17% de 2000 a 2014» aunque «el crecimiento se ralentizó a un poco menos de 0.3% anual, entre 2006 y 2014» (p. 17) y a pear de que «medidas de ajuste estructural […] garantizaron al país un crecimiento promedio mayor que la media de América Latina y mejor que dos tercios de los países de la región» (p. 18), de todos modos «el modelo económico impulsado en el periodo posconflicto no ha logrado incorporar a la mayoría de la población, un 70% trabaja en la informalidad, en su mayoría en condiciones precarias» (p. 11). Y el informe también reconoce que las remesas, más que la actividad del sector privado o del CACIF en generación de riqueza, «podría haber tenido un mayor impacto que las políticas sociales en la ampliación de la clase media» (p. 23). Aunque en general «un moderado crecimiento económico acompañó el desarrollo del sistema democrático y las medidas de ajuste estructural garantizaron una relativa estabilidad macroeconómica y un crecimiento promedio del PIB anual mejor que el promedio latinoamericano. No obstante […] eso no estuvo acompañado de un impulso sostenido al desarrollo humano o a la reducción de la pobreza y la información muestra que se produjo una concentración de la riqueza en los estratos más altos, a pesar de una reducción de la desigualdad «hacia abajo» (p. 36-37). La paradoja de un crecimiento económico con un crecimiento de la pobreza y de la extrema pobreza es algo muy bien conocido en Guatemala. Lo que no hay, más allá de apuntar el enriquecimiento de las elites económicas, es una reflexión sistemática sobre cómo esas elites están vinculadas en forma de socios menores a los procesos de desnacionalización y transnacionalización que ha implicado la inserción de Guatemala en la globalización neoliberal por medio de acuerdos de libre comercio y acuerdos de inversion bilateral, cómo éstos acuerdos han servido para devaluar de manera anti-democrática (y no meramente de modo «des-democratizador») el valor de la soberanía popular y de la ciudadanía y cómo han transferido el poder de decisión sobre la economía y la política nacional a agentes transnacionales del capitalismo globalizado. Y el hecho de que no se menciona, ni una sola vez, al Plan Alianza para la Prosperidad como parte de este proceso, es una omisión muy grave y reveladora.
Aunque el informe habla entre comillas de una «vida buena», que no es para nada lo mismo que hablar y conceptualizar el Buen Vivir o el Vivir Bien, se presenta la misma como parte de un marco constitucional y estatal que en sí mismo está en crisis, una crisis que en sus términos más serios y profundos está totalmente fuera de vista en el reporte del PNUD. Aunque se trata la idea del Buen Vivir hasta cierto punto (pp. 47-48), no se sistematiza la idea del Buen Vivir como una economía política alternativa, desde abajo, parte de luchas subalternas más allá de luchas indígenas, es decir, como parte de una articulación anti-globalizadora, anti-neoliberal, contra-hegemónica y fundamentalmente refundacional. Al contrario, se identifica la idea del Buen Vivir con las ideas vagas de «vivir bien o tener una buena vida» (p. 49).
Aunque el informe soslaya de manera sistemática la noción de una polisemia de la Refundación en los debates políticos que surgieron en Guatemala después de abril de 2015, y opta más bien por hablar de una «polifonía de la protesta social», el informe explica dicha «polifonía» no como el resultado de una crisis de hegemonía del Estado (declarar eso sería ir en contra de todo el espíritu del reporte) sino de una simple «falta de espacios institucionales para dirimir los conflictos» (p. 161). En la narrativa del PNUD «Los resultados de privatizaciones opacas y sin criterio sostenible, el impulso desmedido a las inversiones extranjeras que intervienen en los territorios, y la debilidad estatal hacen que el país como lo conocemos hoy sea insostenible en el largo plazo» (p. 274). Pero dicha «insostenibilidad» e «ingobernabilidad» estatal no tiene nada que ver con una crisis de hegemonía. «A la fecha no sólo está en juego la legitimidad de las instituciones públicas – y, por lo tanto, la gobernabilidad – sino la sostenibilidad agroecológica del país y sus dinámicas sociales en pos de la construcción de la paz». Eso de la insostenibilidad agroecológica es cierto. Pero lo que está en juego es, de hecho, la viabilidad del Estado neoliberal como un todo. La gente del PNUD entiende la disyuntiva que se abrió en 2015: «Las movilizaciones ciudadanas ocurridas en el período de abril a septiembre de 2015 han propiciado la apertura de una ventana de oportunidad para la promoción de reformas sustanciales que pueden cambiar el rumbo de la gobernabilidad democrática y el desarrollo del país, pero que también pueden representar un riesgo si no logran identificar objetivos comunes» (ver https://goo.gl/1eZI7Z). Pero la alternativa de la Refundación les parece «riesgosa». Pero para evitarla y corregir o relegitimar al Estado constitucional en su forma neoliberal o pluralista no se trata simplemente de «construir (o reconstruir) tejidos sociales desde la esfera pública, que permitan la articulación de objetivos comunes (pactos, diálogos, etc.) posibles – es decir, potenciar desde el desarrollo humano la capacidad de filiación entre personas y grupos sociales». Claro, la gente del PNUD no habla nunca de Refundación sino, por ejemplo, de «Estado liberal de derecho» (p. 84) y de «redefinir la manera en que históricamente se ha concebido el Estado, y romper con el racismo y las diversas formas de discriminación y violencia» (p. 275), de «articular objetivos comunes», etc. Reconocer las demandas refundacionales de abajo, que la misma es un escenario posible a mediano plazo y darle a la Refundación el espacio que la misma merece de modo explícito implicaría, sin embargo, llegar a conclusiones políticas muy diferentes a las que llega el INDH 2016. Lo que plantea el PNUD es más bien el retorno al pluralismo y lo dice explícitamente: se trata de «profundizar la democratización de las instituciones del Estado, para que garanticen una eficaz funcionalidad y para que promuevan un modelo de desarrollo basado en los principios de equidad y justicia, lo que implica la sostenibilidad ambiental y el pluralismo social, cultural, económico y político» (p. 275, énfasis agregado).
Por tanto, la solución que nos ofrece el PNUD, lo que llaman el «desafío de una democracia en construcción», es la reconstrucción y deseada consolidación del modelo democrático pluralista que se asume empieza, aunque sea con problemas, con la transición (entiéndase por ello un modelo poliárquico de democracia). Esto resulta siendo curiosamente igual a la solución que nos ofrece en Guatemala gente como Torres-Rivas, una de las gentes que encabezan al Movimiento Semilla, es sus columnas dominicales. La solución es, de manera breve, un «Estado que promueve el desarrollo humano sostenible», un Estado que «responda al bien común» (tal y como esto está escrito en la Constitución del 85) que se puede lograr, nos dicen, por medio de retomar los Acuerdos de Paz, implementar tareas históricas pendientes que se requieren para consolidar al Estado y la democracia pluralista y, de ese modo, finalmente darle cumplimiento a ese ideal constitucional del «bien común». Esto queda claro cuando el informe nos dice: «Necesitamos renovar el pacto social firmado simbólicamente en diciembre de 1996» (p. 276). Nos quieren persuadir, así, de que esa idea constitucional del «bien común», esa idea noventista de un «pacto social», no está fundamentalmente viciada y cooptada por el neoliberalismo o por la concomitante protección constitucional y promoción ideológica de un individualismo agresivo, posesivo y consumidor. De esto, por cierto, es lo que trata mi próxima pieza para El Observador.
El modelo de «transición a la democracia» que maneja el INDH parte, en gran medida, del modelo teórico de «precondiciones históricas» para la democracia liberal y capitalista establecidos firmemente por pensadores como Barrington Moore, Jr. y adaptados al caso de Guatemala por muchos/as académicos/as, incluyendo Torres-Rivas, con un lenguaje liviano de materialismo histórico. De acuerdo a este modelo, «en el interior de las relaciones de poder del Estado en desarrollo, se desencadenaban disputas entre cafetaleros agroexportadores e industriales por apoderarse de la plusvalía industrial y aplicarla en su provecho. De haberse producido la división histórica del trabajo con la reforma agraria, en la década de 1950, habría surgido una burguesía industrial, en competencia con la oligarquía agro-exportadora. De ese eventual conflicto clásico, modernizador, habrían surgido fuerzas sociales democráticas capaces de liderar cambios políticos. Pero, la pode- rosa élite cafetalera controló la modernización agrícola y también la política industrial, apoyándose en los recursos del Estado al que influenciaban.
A partir de esa época, han transcurrido tres décadas en que hubo condiciones para aplicar políticas de cambio en la economía del país. El desafío fundamental ha sido susti- tuir el modelo basado en la agricultura de ex- portación que viene funcionando desde hace un siglo. Ciertamente ha habido cambios que son más bien ajustes superficiales en una di- rección confusa. El periodo de implantación industrial (1960-70) creó nuevas actividades productivas y nuevos ingresos que no pudie- ron ser aprovechados por nuevos actores sino por la misma oligarquía cafetalera. Industria- les y agricultores formaron un solo bloque conservador» (p. 35).
No estoy en desacuerdo fundamental con esta formulación de las «precondiciones históricas» de una transición débil en Guatemala. La misma comparte muchos elementos con la historiografía progresista de Guatemala. Pero el problema está precisamente en lo que deja afuera (los avances hechos por la Teoría Crítica de la Dependencia en términos del modelo de subsunción colonial y extractiva de las sociedades y economías latinoamericanas al mercado mundial; las contribuciones más recientes de la Estudios Críticos de la Globalización en términos del modelo de globalización que, sin eliminarlo, ha absorbido al Estado nacional y lo han desterritorilizado y reterritorializado de acuerdo a demandas hegemónicas, etc.) y lo que presupone, es decir, el modelo de Estado que emergió de dicha transición, es decir, un «Estado democrático de derecho» que no por esencia dialéctica sino que por decadencia moral e institucional y con el transcurrir el tiempo se ha venido «debilitando» y cuyas conquistas se han venido «des-democratizando».
Como bien se sabe, sin embargo, en Argentina la transición produjo un Estado «populista» (incluso en el sentido de Laclau) a pesar de la mejor distribución de ingresos y tierras; Perú ha tenido un record de partidos y elecciones más estables, sobre todo despues del «Fujimorazo», a pesar de exhibir niveles de «crecimiento» económico pobre; los casos de Chile y Brasil demuestran que bien se puede tener una clase industrializadora – parcialmente en el poder o compartiendo el mismo con una oligarquía terrateniente – sin que ello implique un Estado de derecho más democrático, más fuerte e institucionalizado o menos corrupto o neoliberal. Como ya lo argumentó Terry Lynn Karl, una de las lecciones claves de la «tercer ola» de democratizaciones en Latinoamérica es precisamente que «mucho de lo que se presupone como requisito para un Estado constitucional de derecho debe ser más bien entendido como su producto». De ahí surge, en parte, la demanda por la Refundación del Estado como punto de partida y base para una economía diferente, una economía compatible con la ecología, una economía para la vida y una sociedad de solidaridad, reconocimiento mutuo y plurinacionalidad. Mucho de lo que el INDH presenta como precondiciones o como tareas aún pendientes para un Estado fuerte y capaz de ejercer «gobernabilidad» parte, implícitamente, de pensadores pluralistas como Guillermo O’Donnell, Philippe Schmitter, Adam Przeworsky y otros/as, quienes construyeron modelos y políticas de la democratización, aún con todas las incertidumbres de cada caso, que descansaba en la idea de etapas necesarias de un proceso que habría de ir desde precondiciones hasta su consolidación e, incluso, la «des-democratización». Pero es de este tipo de marco teórico y de modelos ideales que también parte la idea de que el «desarrollo sostenible» con «bienestar» se puede lograr si se establecen las interacciones estratégicas y las «relaciones de poder» correctas (Estado, empresarios, sociedad civil) y si se establecen los mejores «pactos institucionales» (fiscales, rurales, industriales, salariales, sociales, de inversion, etc., al estilo de los pactos en Venezuela en 1959, Costa Rica 1948, Colombia 1959, etc.) que erijan el marco y provean el tiempo necesario para construir el modelo ideal del INDH. De ahí surge todo ese aparato de investigadores y de estudios dedicados a diseñar «escenarios» políticos y económicos para predecir o manejar la «hoja de ruta» hacia el bienestar (algo que incluso Albert Hirschman había advertido como problemático y quien sugirió mejor buscar «maneras para que se formen, se sostengan y hasta se fortalezcan las democracias en vista de y a pesar de obstáculos continuos en contra»).
Hay que pensar las cosas de otro modo. Una lección clave de la filosofía política crítica contemporánea es que dado que hay una ausencia de «leyes históricas» o «políticas» claras que determinen el curso de la historia o las etapas necesaria de un proceso político concreto, dado que nos dicen que la democracia de mayorías es imposible sin precondiciones y pactos con/entre las elites, hay que pensar el proceso como un proceso refundacional y entenderlo en toda su contingencia radical, con sus elementos espontáneos, con sus elementos impuros y más allá de recetas y prescripciones institucionales o del poder. No es solo que la contingencia ofrece «la ventaja de poner énfasis en decisiones colectivas e interacciones políticas que han sido muy menospreciadas en la búsqueda de condiciones para la democracia», como lo afirma la misma Karl, quien todavía sitúa la contingencia en un «marco de restricciones histórico- estructurales» para evitar «el peligro de caer en un voluntarismo excesivo». La noción de contingencia es, sin embargo, más radical en cuanto que redefine las coordenadas espacio-temporales y las percepciones de lo que Mouffe llama «lo político» y de lo que hemos examinado en otros lugares bajo el nombre de Eventos. Es preciso pensar en el proceso político contingente presente como producto dialéctico y político de luchas contra-hegemónicas y anti-neoliberales de carácter estratégico pero también con arreglos temporales, con coordinación, con debate y decisiones audaces sobre quienes deben obtener sus demandas, cuándo, cómo y por qué medios, es decir, como un proceso constituyente y rupturista desde abajo, como un contingente y accidentado proceso refundacional. Aunque «las decisiones tomadas por varios de los actores responden a, y están condicionadas por, los tipos de estructuras socioeconómicas y de instituciones políticas ya existentes» (como sería el caso de la Constitución, la LEPP, etc.), este proceso busca sin embargo pone la democratización real, no en manos de elites nacionales o transnacionales pero tampoco en manos del determinismo económico o de «restricciones histórico- estructurales» simplemente existentes, sino en manos de la voluntad política, coordinada, tanto rizomática como organizada, de la contingencia coordinada por la práctica, de las mayorías sociales organizadas en un poder constituyente y refundacional, en un actor dialéctico nacional-popular que no puede estar simplemente restringido por lo dado.
Dado que es históricamente innegable que, como dice Karl, «la supervivencia de una democracia política sí parece depender de un espacio estructural definido en parte por la ausencia de una élite terrateniente fuerte, dedicada a la agricultura basada en la represión de la fuerza de trabajo, o su subordinación a intereses ligados a otras actividades económicas», es urgente y políticamente impostergable tomar la decisión colectiva de acabar con el modelo de acumulación agro-exportador y extractivista y su inserción violenta y anti-democrática en la globalización y así terminar con los fenómenos que lo acompañan estructural y políticamente como la acaparación de tierras, el robo de recursos y ríos, el desplazamiento de comunidades a favor de mineras, hidroeléctricas o palmeras, la criminalización de la protesta, etc. Aunque estas trayectorias estructurales son reales y tiene enorme peso en términos de pensar lo posible y actuar sobre lo mismo, sí se puede cambiar la realidad en una democracia real de las mayorías sociales. Y el punto de una democracia de mayorías y desde abajo, como dice Hinkelammert, es precisamente acabar con «las estructuras socioeconómicas y las instituciones políticas ya existentes» que producen la exclusión de todos/as. Y acabar con esta exclusión social y política es también acabar con la exclusión de las minorías y de los/as de arriba mismos/as. Por ello hay que reconocer que las restricciones estructurales e institucionales no son lo único que determinan el rango de opciones disponibles a quienes toman las decisiones. También lo es la contingencia, la percepción de lo dado y la audacia por buscar lo posible.
Sí hay datos e insumos importantes en el INDH 2016. Pero muchos de esos insumos y datos los podemos encontrar en varios otros trabajos incluyendo las encuestas sobre pobreza en Guatemala como la ENCOVI o las estadísticas sobre violaciones a derechos humanos y hechos de violencia durante el «conflicto armado interno» como lo registró la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH). El problema del informe consiste, sin embargo, en cómo sus escritores/as hilvanan estos datos, cómo les intentan dar coherencia y sentido y cómo se los vincula con una proyecto político de Estado muy particular que, por cierto, está por lanzarse a la vida pública como otra opción partidista para las próximas elecciones.
Una lectura serena, sobria y crítica del informe del PNUD no deja duda alguna que el mismo está al servicio de ciertas apuestas políticas en las luchas por el poder que hoy se dan en Guatemala.
Vamos patria hacia la #RefundaciónYa desde abajo, democrática y rupturista
Marco Fonseca es Doctor en Filosofía Política y Estudios Latinoamericanos por parte de la York University. Actualmente es instructor en el Departamento de Estudios Internacionales de Glendon College, York University. Su libro más reciente se titula «Gramsci’s Critique of Civil Society. Towards a New Concept of Hegemony» (https://goo.gl/Oeh4dG).
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