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El Estado ampliado: tres lecciones de Nicos Poulantzas*

Hablar de «Estado ampliado» en Guatemala requiere no solo delinear su núcleo constitucional interno sino también lo que Gramsci llama su vínculo orgánico con la «sociedad política», especificar con cierto grado de precisión teórica lo que Poulantzas llama el «bloque en el poder» y el sistema de «alianzas» sobre el cual mismo descansa (Poulantzas, 2007, pp. 295–317). Habiendo sido inicialmente inspirado por el trabajo de Gramsci, como lo podemos ver en sus ensayos de los años 60s, Poulantzas adoptó una perspectiva claramente althusseriana desde la cual logró desarrollar una de las teorías marxistas del Estado, una de las teorías de lo político, más acabadas y pulidas del siglo XX. Aquí solo queremos resumir su argumento sobre el «bloque en el poder» en tres partes que creemos pueden contribuir a esclarecer las luchas entre los grupos dominantes del Estado ampliado.

Primero, «el concepto de hegemonía […] es útil aquí́ para estudiar el funcionamiento de las prácticas políticas de las clases o fracciones dominantes en el bloque en el poder». Con este concepto en mano ya no es posible establecer «la línea de demarcación política de dominio-subordinación como querría una concepción instrumentalista e historicista del Estado, según la perspectiva de una lucha “dualista” de clases — dominantes-dominada—, es decir, partiendo de una relación entre el Estado y una clase dominante». Las relaciones de producción, propiedad y poder que se engarzan e institucionalizan dentro de una estructura/superestructura básica, es decir, un bloque histórico realmente existente, suponen «varias clases y fracciones de clase, y, por lo tanto, eventualmente, varias clases y fracciones dominantes». En el caso de Guatemala, por ejemplo, esto significa que el cacifismo no es un bloque de poder homogéneo sino, todo lo contrario, representa varias clases y fracciones dominantes que también luchan entre sí. En términos de Poulantzas:

[L]a relación entre, por una parte, un juego institucional particular inscrito en la estructura del Estado capitalista, juego que funciona en el sentido de una unidad específicamente política del poder del Estado, y, por otra parte, una configuración particular de las relaciones entre las clases dominantes: esas relaciones, en su relación con el Estado, funcionan en el seno de una unidad política específica recubierta por el concepto del bloque en el poder».

(Poulantzas, 2007, p. 296)

Es pues el Estado neoliberal de derecho ampliado, en el caso de Guatemala, el que por el propio juego interno de sus instituciones (de las estructuras/superestructuras), hace posible, en su relación con el campo de la lucha política de clases, relación concebida como una guerra de posiciones siempre cambiante, contingente y coyuntural, la constitución del bloque en el poder. No hay, pues, tal cosa como una determinación directa y mecánica del bloque en el poder por la base económica como tampoco hay tal cosa de una fracción políticamente dominante como resultado mecánico de cual sea el modelo de acumulación dominante. Cualquier clase o fracción de clase que se proponga ejercer una cuota de poder determinada sobre el Estado debe hacerlo aceptando ella misma las reglas del juego del Estado ampliado y del consenso dominante. De ahí que es posible y necesario entender los procesos de elección como contiendas electorales entre diferentes clases o fracciones de clase dominante que, sin ninguna duda, tienen también que aceptar cierta participación de los grupos subalternos. De esto se desprende que, aunque la teoría elitista de la democracia nos diga que el acceso al poder político real es limitado, de antemano, a los grupos privilegiados minoritarios y sus representantes más fieles y orgánicos, no hay ni puede haber ejercicio del poder político, como no hay ni puede haber consenso dominante, sin un consentimiento hegemonizado desde abajo. Esto nos ayuda a explicar por qué enormes masas de población empobrecida votan, elección tras elección, por representantes orgánicos que pertenecen o que defienden los intereses de los grupos dominantes como si fueran los intereses de todos/as y, sobre todo, de los/as más pobres.

En el caso de Guatemala no interesa resaltar la arquitectura de este Estado en su forma material, así como entender las relaciones y procesos sociales que lo mantienen cimentado. En Guatemala, por ejemplo, el Estado neoliberal de derecho ampliado está sustentado en grupos familiares y empresariales, organizados como fracciones conservadoras, fracciones de capital vinculadas al modelo territorial del Estado, a la «gran propiedad de renta territorial», que controlan, por ejemplo, las grandes plantaciones de azúcar y los grandes ingenios del país. Aunque estos intereses son producto de la economía política agro-exportadora heredada del siglo XIX (que todavía incluye el azúcar, café y banano), todavía protegen la integridad territorial del Estado y apelan a un discurso nacionalista-militarista, en cierta forma también han sido beneficiados por las privatizaciones y por la expansión de sus actividades por procesos más recientes de acumulación por desposesión y extractivismo y, hasta cierto punto, globalización. Hoy estos intereses incluyen plantaciones de cardamomo, palma africana, flores, hule, frutas frescas, legumbres y hortalizas y plátano, así como la minería mélica, petróleo y sus derivados. Pero este Estado también está sustentado en los grandes grupos empresariales industriales, comerciales y financieros, más globalizadores y librecambistas, menos nacionalistas en el sentido tradicional y más multiculturalistas incluso en un sentido posmoderno, muchas veces en sociedad con las transnacionales y sus procesos de desterritorialización/reterritorialización (por medio, por ejemplo, de los TLC) que, sin bien relativiza el conservadurismo nacionalista también lo hace con los derechos de la ciudadanía que todavía dependen de formas garantistas de derechos, organización y democracia. Los intereses materiales de esta fracción van desde las maquiladoras hasta los grandes grupos corporativos y financieros nacionales y con negocios internacionales.

Entre las dos grandes fracciones del bloque dominante, sin embargo, encontramos a los grupos familiares que predominan en Guatemala, pero de modo abigarrado, entrelazado y traslapado. Estos son los grupos que conforman el 1% nacional y los que han dado apoyo condicional o total a todos los gobiernos que van desde Álvaro Arzú hasta Jimmy Morales. Estos grupos incluyen, pero no se limitan, a los Molina Espinoza (del Grupo Hame, Palmas del Horizonte, REPSA/Olmeca que es parte del grupo Palma de Sayaxché, influyentes en la Cámara del Agro), los Herrera Zavala (del Grupo Pantaleón, Centro Comercial Miraflores, bancos Agromercantil, Cuscatlán e Industrial), los Leal Pivaral (del Ingenio Magdalena y Banco El Quetzal), los Köng (del aceite Ideal), los Leal Castillo, los Bolaños Valle (de la Corporación Agroamérica), los Molina Martínez, Molina Espinoza y Molina Morán, los Díaz-Durán, los Weissenberg Campollo, los Castillo (de la Corporación Castillo Hermanos, la Cervecería Centroamericana, el Banco Industrial, Alimentos de Guatemala S.A., distribuidores de Pepsi Cola, vinculados también al Grupo Multi Inversiones, influyentes en la Cámara de Industria), los Castillo Sinibaldi (en la construcción de los complejos hoteleros y turísticos), los Castillo Monge (del Grupo CABCORP y la Cervecería Río), los Herrera Zavala, los Campollo Codina y los Bosch Gutiérrez (del Grupo Multi Inversiones) (Equipo de Análisis CMI, 2016; Solano, 2015, 2016a, 2016b).

Además de esto, la arquitectura del Estado ampliado también se sustenta en lo que Harald Waxenecker llama los «poderes regionales» o las «redes de poder y violencia» que operan por todo el país y a todo nivel y que incluyen a organizaciones como AVEMILGUA, ex-patrulleros civiles, ex-comisionados militares, etc. Además, también se apoya en organizaciones civiles y no gubernamentales de base que van desde asociaciones municipales (Asociación Nacional de Municipalidades), organizaciones magisteriales (Joviel Acevedo y el Sindicato de Trabajadores de la Educación), organizaciones civiles (por ejemplo, Movimiento Cívico Nacional, Fundación contra el Terrorismo, Guatemala Inmortal), hasta organizaciones campesinas, sindicales, profesionales, académicas, religiosas, de mujeres, artistas, estudiantiles, juveniles y comunales (por ejemplo, la Coordinadora Nacional Indígena y Campesina, la Unidad de Acción Sindical y Popular y, a pesar de obvios clivajes y tensiones muy públicas, 48 Cantones de Totonicapán).

Toda esta compleja y abigarrada combinación de elementos estructurales y superestructurales, elementos conservadores y neoliberales, sociedad política y sociedad civil es, precisamente, lo que Gramsci entiende como un Estado ampliado en el cual, cuando todo va bien, la hegemonía se ejerce de modo normal, evanescente y equilibrado. Y él describe esta situación del siguiente modo:

El ejercicio ‘normal’ de la hegemonía en el terreno que ya se ha vuelto clásico del régimen parlamentario, se caracteriza por la combinación de la fuerza y del consenso que se equilibran diversamente, sin que la fuerza domine demasiado al consenso, incluso tratando de obtener que la fuerza parezca apoyada en el consenso de la mayoría, expresado por los llamados órganos de la opinión pública – periódicos y asociaciones – los cuales, por lo tanto, en ciertas situaciones, son multiplicados artificiosamente.

(Gramsci, 1981, p. 124 Q1 §48)

Pero ya no podemos decir que el poder político le pertenece a una fracción específica que «corresponde» o que está directamente vinculada a ciertas condiciones de producción particulares que regulan la acumulación de capital. Nuestro argumento, siguiendo una segunda sugerencia muy estimulante de Poulantzas en cuanto a que «las determinaciones político-ideológicas se revelan aquí decisivas» (Poulantzas, 2007, p. 299), es que el poder político solo puede ser ejercido por una combinación contradictoria de fracciones de clase dominante y apoyo subalterno que no puede ser reducida a un mero reflejo de una actividad productiva particular que predomina en la «base económica». En el proceso de «capitalización» de viejos o nuevos sectores productivos, por ejemplo, las clases son «absorbida[s] por la burguesía» o – en lenguaje de Gramsci – por los grupos dominantes y se vuelven «parte integrante de ella, en forma de fracción autónoma». Se trata de un proceso de diferenciación de fracciones o grupos dominantes distintos, con historias específicas e incluso contradictorias, que, al ser integrados al bloque en el poder dentro del Estado ampliado, son integrados «bajo la dirección política o ideológica» de grupos ya dominantes y que vienen a agregar elementos importantes al consenso dominante. No hay necesariamente un desplazamiento de una fracción por otra, sino que – como lo pone Gramsci – «se equilibran diversamente, sin que la fuerza domine demasiado al consenso», una creciente integración política e ideológica, muy abigarrada, que, aunque no elimina la competencia de intereses y estrategias particulares de acumulación, sirven todas para consolidar al Estado ampliado y su amplia materialidad englobadora. Esto da como resultado lo que Poulantzas detecta como «el hecho general de la coexistencia compleja» de varias fracciones de clase o grupos dominantes», una «pluralidad de las clases o fracciones dominantes que es un factor característico del fenómeno del bloque en el poder» (Poulantzas, 2007, p. 300).

No se trata, sin embargo, solo de un bloque en el poder compuesto por una «pluralidad de clases o fracciones de clase» cuyo comportamiento sea susceptible de medirse exclusivamente en términos cuantitativos o estratégicos, como una versión de la realpolitik. Aunque así aparezca a primera vista y aunque sea efectivamente susceptible de analizarse así en forma de un primer enfoque, no estamos aquí ante un escenario de «correlación de fuerzas» cuya dinámica se supone que obedece a las reglas implícitas de un «juego», es decir, susceptible de entenderse a plenitud en base a un modelo matemático que depende de que «la gente actúe racionalmente, consciente de los límites del “juego” y de que la otra parte también conoce las reglas» y las obedece. No estamos ante un tablero político donde todos los jugadores o actores ejecutan sus acciones y adoptan posiciones sabiendo tanto como pueden – pero nunca todo, por supuesto, pues el conocimiento tanto en economía como en política, como lo ha señalado Hayek, es siempre imperfecto y limitado – la estrategia que maximiza sus intereses y ganancias, dadas las estrategias de los otros actores, y de forma que carecen de incentivos para hacer un cambio arbitrario o unilateral de estrategia, a no ser que cambie todo el juego o todo el escenario a su favor (Stokel-Walker, 2015). Si los actores de verdad juegan de acuerdo a las reglas, si de verdad actúan de manera racional, sus límites y sus alcances, y si de verdad toman en cuenta el comportamiento de los/as otros/as actores, esto tendría que resultar en algo que se llama un «equilibrio Nash». Aunque la dinámica estratégica que es el objeto de estudio de la Teoría de los Juegos en economía y en política, como la desarrolló John Nash, no es absolutamente nada trivial, si fastidiamos todo el modelo, no solo agrietando sus fronteras imaginadas, alterando la naturaleza de los recursos y las variables y también agregando elementos constitutivos e inherentes impuros, dialécticos – emociones, pasiones, contingencias, irracionalidades, acontecimientos imprevistos, lo que Hegel llama lo negativo, lo que Kierkegaard llama temor y temblor, lo que Heidegger llama la pulsión, lo que Bloch llama la esperanza, lo que Sartre denomina la rareza y lo práctico-inerte, lo que Fanon y Césaire llaman colonialismo, lo que Žižek llama los impulsos, y, por supuesto, lo que Gramsci llama «la pasión» – la dinámica política que aquí estamos considerando – que no es exclusiva del comportamiento de las clases dominantes – se torna mucho más compleja, profunda e impredecible.

De acuerdo a Poulantzas, como un tercer y último elemento de su trabajo que nos interesa destacar aquí, de modo breve, para ilustrar este punto, hay algo inherente a la dominación de clase en la modernidad liberal capitalista y a la naturaleza del poder del Estado moderno, esa formidable maquinaria que combina el poder de la coerción con el poder del capital, algo que hace que la clase dominante esté «constitutivamente dividida en fracciones de clase» y que no ejerza ni pueda ejercer dominio directo y exclusivo sobre el Estado, la economía o la sociedad como un todo. Ya Marx había apuntado en esta dirección en su 18 Brumario de Luis Bonaparte cuando abordó la cuestión del carácter abigarrado de la dominación moderna o lucha de los grupos dominantes resaltando, como bien lo detectó Poulantzas en los pasajes que aquí nos ocupan, el momento político e ideológico – en todo momento contradictorio, negativo y sujeto a cambios contingentes imprevistos – como el único proceso a través del cual puede cristalizar un bloque de dominación. Y es un proceso que no simplemente responde a las reglas de un juego estratégico. En palabras de Marx:

No era una fracción de la burguesía reunida por grandes intereses comunes, y separada de las otras por condiciones de producción particulares. Era simplemente una camarilla de burgueses, de escritores, de abogados. . . cuya influencia descansaba sobre la antipatía que el país sentía hacia Luis Felipe [o hacia una figura, grupo o movimiento particular, contingente o coyuntural], sobre los recuerdos de la antigua república… y ante todo sobre el nacionalismo…

(Como se citó en Poulantzas, 2007, p. 300).

El gobierno de Arzú es, por cierto, un ejemplo clásico en Guatemala de una fracción de la burguesía que no estuvo solo «reunida por grandes intereses comunes» sino que estuvo también compuesta por «una camarilla de burgueses, de escritores, de abogados» cuyo cemento ideológico partía de su común antipatía, una pasión, un odio y un desprecio casi irracional, poco estratégico o matemático, dirigida hacia figuras, gobiernos y coaliciones que iban de Vinicio Cerezo y la Democracia Cristiana (DC) a Serrano Elías (quien, encima de todo, era evangélico y ex-miembro del Consejo de Estado de Ríos Montt) y su Movimiento de Acción Solidaria (MAS). Estas fuerzas eran todavía percibidas como gobiernos bajo la tutela militar, demasiado intervencionistas, proclives a la corrupción de clase media y amenazantes de la libertad empresarial. El panismo, por su parte, encarnaba una nueva forma esencialmente «civil» o «cívica» de entender el Estado y de articular la nación partiendo de una lectura neoliberal de la libertad («ausencia de coacción») cimentada en la propiedad, una agenda de la paz que ponía el énfasis en los llamados «acuerdos operativos» (fundamentalmente acuerdos para desmovilizar, desarmar e incorporar a la URNG a la vida política del país) y del «desarrollo» entendido ya no en los términos tradicionales de la ayuda oficial al desarrollo sino que más bien como extractivismo combinado con «promoción democrática» y lucha contra las drogas, el narcotráfico, el crimen y el «terrorismo». El cambio de paradigma en la cooperación internacional, por cierto, de donde eventualmente surgieron los llamados Objetivos de Desarrollo del Milenio que se volverían consenso oficial después del año 2000, también contribuyó a consolidar esta transición al neoliberalismo «humanitario» y la subsunción de los Acuerdos de Paz bajo el mismo. Y lo importante de señalar sobre dichos objetivos de desarrollo, abiertamente asumidos por el gobierno de Arzú y todos sus sucesores, es que no tenían como propósito alterar la estructura/superestructura básica del Estado neoliberal, sino que, más bien, demostrar que las «economías de libre mercado» podían generar desarrollo inclusivo y sostenible. El gobierno de Arzú fue, entonces, una abigarrada conglomeración de intereses terratenientes tradicionales mezclados con intereses comerciales, industriales y financieros emergentes, así como intereses transnacionales en energía y comercio. Y todo esto estuvo crecientemente apoyado en aparatos ideológicos emergentes que estaban siendo construidos en la sociedad civil con el apoyo de la cooperación internacional y el nuevo modelo de financiar el «desarrollo». En suma, fue un gobierno que «tratando de obtener que la fuerza parezca apoyada en el consenso de la mayoría» también encontró expresión y respaldo «por los llamados órganos de la opinión pública – periódicos y asociaciones – los cuales [a su vez fueron] multiplicados artificiosamente». El proceso de paz fue un espacio muy propicio para llevar a cabo dicha multiplicación y activación del proceso hegemónico en la sociedad civil y muchos grupos subalternos que se adhirieron al «cumplimiento» de los Acuerdos de Paz como si fuera el cumplimiento de la ley misma, con apoyo «en el consenso de la mayoría» y poniendo como núcleo central e interlocutor universal de esa mayoría a la naciente sociedad civil. Es por esto que es posible designar a este gobierno y su tendencia política e ideológica dominante como un gobierno de grupos dominantes de carácter «neoburgués».

Podemos concluir esta lectura de Poulantzas ampliando un poco más el tercer punto que examinamos arriba. Cuando Poulantzas postula una división constitutiva de la clase dominante, una brecha inherente a la dominación misma, es inevitable concluir que dicha división resulta en múltiples grupos dominantes que tiran y empujan por sus propias cuotas de poder. Esto no significa que las fracciones comerciales, industriales y financieras no se refieran o remitan a la constitución misma del capital, lo que Mészáros llama «la estructura de mando política englobadora del capital», el sistema inherente del Estado ampliado que resulta ser inseparable del proceso de «reproducción ampliada». Pero la forma en que los grupos dominantes, como bloque en el poder, se remiten al núcleo normativo de la estructura/superestructura básica es por medio de la Constitución y el sistema de jurídico. Aunque le den sus propios matices ideológicos y prácticos, todos estos grupos dominantes son parte de una «unidad contradictoria particular de las clases o fracciones de clase», «caracterizados por un modo específico de articulación», algo que «comprende el campo de las prácticas políticas, en la medida en que ese campo concentra en sí y refleja la articulación del conjunto de las instancias y de los niveles de lucha de clases de un estadio determinado» (Poulantzas, 2007, p. 303). Sin un concepto como el de bloque en el poder caemos en la percepción equivocada de que el poder está siempre ejercido solo por un grupo dominante particular. Es pues ese bloque el que le da unidad de poder al Estado ampliado y, cuando funciona de modo normal, logra estabilizarse por encima de gobiernos, regímenes políticos particulares o ciclos electorales, aunque dicho bloque siempre tenga expresión en los mismos. Aunque hay que esperar siempre un «desajuste entre el campo de prácticas políticas de clase – bloque en el poder – en una forma de Estado, por una parte, y su representación por partidos en una forma de régimen, por otra», esto no significa que en tiempos de «reproducción ampliada» normal el bloque en el poder no goce de cierta estabilidad.

¿Qué es, más concretamente, lo que le da su unidad al bloque en el poder y a las prácticas específicamente políticas del Estado ampliado? Para Poulantzas, «el concepto de hegemonía puede aplicarse a una clase o fracción dentro del bloque en el poder. Esa clase o fracción hegemónica constituye en efecto el elemento dominante de la unidad contradictoria de las clases o fracciones políticamente “dominantes”, que forman parte del bloque en el poder» (Poulantzas, 2007, p. 307). Es más, Poulantzas dice: «La clase o fracción hegemónica polariza los intereses contradictorios específicos de las diversas clases o fracciones del bloque en el poder, constituyendo sus intereses económicos en intereses políticos, que representan el interés general común de las clases o fracciones del bloque en el poder: interés general que consiste en la explotación económica y en el dominio político» (Poulantzas, 2007, p. 309). Elaborando el concepto de hegemonía, Poulantzas procede a distinguir entre «los lugares de dominio» hegemónico dentro del bloque en el poder y los lugares de «subordinación» sobre el interés general que ocupan «las clases sociales en una formación» determinada» (Poulantzas, 2007, p. 310). La conclusión a la que llega Poulantzas en estos pasajes, aunque sea provisional dentro del contexto más amplio de su obra, es la siguiente:

[L]a configuración típica característica de un bloque en el poder correspondiente a una forma de Estado en un estadio, depende de la combinación concreta de tres factores importantes: 1] de la clase o fracción que en él ejerce concretamente la hegemonía; 2] de las clases o fracciones que participan en él; 3] de las formas que reviste la hegemonía, o, dicho de otra manera, del carácter de las contradicciones y de la relación concreta de las fuerzas en el bloque en el poder. Un desplazamiento del índice de hegemonía del bloque de una clase o una fracción a otra, una modificación importante de su composición – salida o entrada de una clase o fracción – , un desplazamiento de la contradicción principal o del aspecto principal de la contradicción de las clases, entre el bloque en el poder por una parte y las otras clases o fracciones por la otra, o en el interior mismo del bloque en el poder, pueden corresponder, según el efecto concreto de su combinación, a una transformación de la forma de Estado. Es evidente que la configuración típica de determinado bloque en el poder depende de la coyuntura, es decir, de la combinación concreta de los factores señalados; en todo caso, nos ofrece un marco de desciframiento de las relaciones de clase típica de un estadio de una formación determinada señalando los límites de dicha tipicidad. (Poulantzas, 2007, pp. 313–314).

Lo más notable de los pasajes del trabajo de Poulantzas que hemos venido analizando, como ya ha sido señalado por Ernesto Laclau (1986, pp. 53–64), es el énfasis que él le da en primer lugar a la «especificidad de lo político», al momento de la hegemonía o, como él entiende este concepto, el «carácter de las contradicciones y de la relación concreta de las fuerzas en el bloque en el poder». Esto está seguido de un énfasis en que no hay tal cosa de una determinación directa y mecánica del bloque en el poder por la base económica como tampoco hay tal cosa de una fracción políticamente dominante como resultado mecánico de cual sea el modelo de acumulación dominante. Lo que hay es una división constitutiva de la dominación misma que resulta en la necesidad de remitirse a un marco normativo-ideológico en común que permita galvanizar al bloque en el poder. Cualquier clase o fracción de clase que se proponga ejercer una cuota de poder determinada sobre el Estado debe hacerlo aceptando ella misma las reglas del juego del Estado ampliado. Los «desplazamientos» que se dan dentro del bloque en el poder son, además de ser coyunturales, también enteramente políticos y hegemónicos, es decir, «pueden corresponder, según el efecto concreto de su combinación, a una transformación de la forma de Estado». Por eso es que, para Poulantzas, cualquier configuración que asuma el bloque en el poder «depende de la coyuntura» y no de las relaciones puramente económico-corporativas donde predomina, como lo pone Gramsci, el puro auto-interés. Solo este marco político de acción «nos ofrece un marco de desciframiento de las relaciones de clase» que predominan en un bloque histórico realmente existente y determinado.

* Extracto de mi ensayo «Hegemonía, ruptura y Refundación. Crisis del Estado ampliado» publicado en conmemoración del fallecimiento de Poutlantzas el 3 de octubre de 1979.


Marco Fonseca es Doctor en Filosofía Política y Estudios Latinoamericanos por parte de la York University. Actualmente es instructor en el Departamento de Estudios Internacionales de Glendon College, York University. Su libro más reciente se titula «Gramsci’s Critique of Civil Society. Towards a New Concept of Hegemony» (https://goo.gl/Oeh4dG).

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